Desde la antigüedad, la sal ha sido indispensable para la conservación y mejora de los alimentos. En la antigua Roma, su valor era tan grande que se utilizaba como salario para los soldados, de ahí el término “salario”. La sal permitía controlar los microbios en los alimentos, fomentando el desarrollo de productos fermentados como las aceitunas y el pan. Sin embargo, en la actualidad, el consumo excesivo de sal en alimentos procesados ha generado serios problemas de salud.
El cloruro de sodio, componente principal de la sal, es esencial para preservar y realzar el sabor de los alimentos. No obstante, un consumo elevado de este mineral está relacionado con enfermedades como hipertensión, ataques cardíacos y ciertos tipos de cáncer. La sal incrementa la presión arterial al atraer más agua a los vasos sanguíneos, aumentando el riesgo de enfermedades cardiovasculares.
Investigaciones recientes han demostrado que la sal puede alterar el microbioma intestinal, reduciendo los microbios beneficiosos que producen metabolitos clave para la salud vascular. Esta alteración se asocia con trastornos metabólicos como niveles elevados de azúcar en sangre y obesidad. El exceso de sodio incrementa los antojos por alimentos hiperapetitosos, ricos en grasas y azúcares, estimulando los centros de recompensa en el cerebro y favoreciendo comportamientos alimentarios adictivos.
A nivel global, muchos países han implementado políticas para reducir el consumo de sal, observando mejoras significativas en la salud pública. En Estados Unidos, el progreso ha sido más lento, influido por la industria de la sal que ha presionado contra regulaciones gubernamentales. Para mantener un microbioma saludable y mejorar la salud general, es crucial reducir el consumo de alimentos procesados y optar por alimentos frescos, bajos en sodio y ricos en potasio y fibra.